Maquiavelo: somos malvados por naturaleza

Para Nicolás Maquiavelo (Niccolò Machiavelli) somos malvados por naturaleza. En su obra El Príncipe, cuestiona el hecho político y la lucha por el poder en la historia, llegando a una concepción de la naturaleza humana en relación al poder en donde nos descubrimos como egoístas y malvados. 

El poder

El sistema feudal con sus reyes, reinas, príncipes, princesas, caballeros, campesinos, sacerdotes y papas dominó el panorama europeo durante más de mil años. De hecho, su forma idealizada se perpetúa en nuestros días en los cuentos de hadas. Por eso cuando pienso en Maquiavelo no puedo evitar imaginarlo como consejero real de algún cuento de hadas. 

Durante la edad media y el renacimiento los filósofos políticos creían que los gobernantes hacían bien cuando hacían el bien, como los reyes buenos en los cuentos de hadas que conocemos. En consecuencia, el uso del poder político solo era legítimo si lo ejercía un gobernante cuyo carácter moral personal fuera estrictamente virtuoso. Esto significaba seguir los estándares convencionales de bondad ética. 

Contrario a esta visión moralista, Maquiavelo opinaba que la bondad no asegura el poder y el bueno no tiene más autoridad por el hecho de ser bueno. Maquiavelo no veía una base moral sobre la cual juzgar la diferencia entre usos legítimos e ilegítimos del poder. Más bien, la autoridad y el poder son esencialmente iguales: quien tiene el poder tiene el derecho de mandar. Por consiguiente, la única preocupación real del gobernante político es la adquisición y el mantenimiento del poder. Ahora bien, es importante tener en cuenta que estas ideas nacen en un sistema político feudal y no en el nuestro. 

El poder define la actividad política 

Imaginemos pequeñas ciudades-estado amuralladas con una forma social basada en la protección mutua, donde cada comunidad era una entidad económica independiente y autosuficiente, con su propio castillo para proteger a sus comunidades de los escandinavos invasores, los vikingos merodeadores o los reinos en guerra. 

Como historiador y filósofo político Maquiavelo analizó los principios en los que se basa un estado capaz de rechazar ataques extranjeros y de afianzar su soberanía, así como de los medios para reforzarlos y mantenerlos. 

Maquiavelo creía que el poder define la actividad política, por tanto, el éxito del gobernante depende de su conocimiento sobre el uso del poder. Según él, sólo mediante la aplicación adecuada del poder el gobernante podrá mantener el estado a salvo y seguro. Asimismo, sólo mediante la aplicación adecuada del poder se puede lograr que los individuos obedezcan. 

En consecuencia, el gobernante debe poseer cualidades personales que le permitan «mantener su estado» y «lograr grandes cosas». Maquiavelo llamó a estas cualidades «virtù» (virtud). No obstante, las virtudes convencionales y la virtù maquiavélica no son lo mismo. En el sentido de Maquiavelo, el gobernante virtuoso posee una «disposición flexible». Esto es, un gobernante capaz de variar su conducta del bien al mal y viceversa «según lo dicten la fortuna y las circunstancias». 

Según Maquiavelo somos malvados por naturaleza. Precisamente, debido a la maldad manifiesta propia de nuestra naturaleza, el príncipe no está obligado a respetar las exigencias morales. Es decir, un gobernante no está atado por las normas éticas. 

Para Maquiavelo somos malvados por naturaleza 

La opinión de Maquiavelo sobre la naturaleza humana es tan baja que hace que Hobbes parezca un optimista ingenuo. Para el florentino, nuestra naturaleza no responde a los altos ideales de la moral, sino lo contrario, siempre actuamos de la misma manera impulsados por apetitos insaciables con la violencia como resultado. 

Como historiador se da cuenta que a través de la historia el hombre se revela impulsado por la ambición y la codicia, en un estado natural de violencia como resultado del deseo por poseerlo todo y no poder alcanzarlo. 

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces favores, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues –como antes expliqué-ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta se rebelan. 

― Maquiavelo, El Príncipe 

El miedo es siempre preferible al afecto 

Para gobernar bien un gobernante debe, según Maquiavelo, gobernar desde el conocimiento que somos malvados por naturaleza. Así, llega a la conclusión de que el miedo es siempre preferible al afecto. Porque en la brutal verdad de nuestra naturaleza «es mucho más seguro ser temido que ser amado». 

En el Príncipe, Maquiavelo nos presenta como personas fundamentalmente interesadas y poco confiables: «Los hombres se apresuran a cambiar de gobernante cuando creen que pueden mejorar su suerte». 

Como personas estúpidas e irracionales, incapaces de saber qué es lo mejor para nosotros: «Los hombres son tan desconsiderados que optarán por una dieta que sabe bien sin darse cuenta de que contiene un veneno oculto». 

Nuestras vidas están marcadas por abismos de hipocresía en los cuales los gobernantes ingenuos e incautos pueden caer: «Existe una brecha tal entre la forma en que viven las personas y la forma en que deberían vivir que cualquier persona que se niegue a comportarse como lo hace la gente… se está preparando para la catástrofe». 

Asimismo, «típicamente, los humanos usan las leyes y la fuerza de los animales», por tanto, el líder sabio «recurrirá a ambas naturalezas», la naturaleza humana y animal. «Dado que el cumplimiento de la ley a menudo resulta inadecuado, también tiene sentido recurrir a la fuerza». Un gobernante exitoso «debe ser capaz de explotar tanto al hombre como a la bestia en su totalidad». 

En síntesis, sin excepción, nunca se reconocerá la autoridad de los estados y sus leyes si no están respaldados por una demostración de poder que haga ineludible la obediencia.