Los seres humanos podemos florecer como una flor, porque todos los seres vivos tenemos un fin o propósito.
Florecimiento humano
El concepto de «florecer» es uno de los pilares de la filosofía aristotélica. Para Aristóteles el florecimiento es «la forma en que se supone que debemos ser como seres humanos».
Según Aristóteles, todas las acciones que realizamos y que deseamos para sí mismos tienen un propósito: eudaimonia, florecimiento o felicidad. Todos deseamos la felicidad por sí misma y todas las demás cosas se desean por ella. Sin embargo, Aristóteles no quiere decir con esto que tengamos una vida llena de disfrute o de placer. Para él, la felicidad consiste en poder expresar plenamente nuestra excelencia. La felicidad, dice, es la condición de «vivir bien y obrar bien».
Así, el florecimiento humano deviene en el mayor bien de nuestros esfuerzos y hacia el que apuntan todas nuestras acciones.
Por tanto, debemos vivir conforme a la virtud más elevada, que no es otra que actuar de acuerdo con la razón contemplando siempre la verdad. Todos tenemos el potencial para la virtud y la excelencia del carácter, y el carácter surge de la elección razonada de actuar bien. Pero la capacidad de «vivir bien y obrar bien» debe ser practicada para que se convierta en un hábito.
Florecer como una flor
Para Aristóteles, el bien de cada especie es teleológicamente inmanente a esa especie, y nuestra naturaleza como seres humanos nos proporciona una guía con respecto a cómo debemos vivir la vida.
Ahora bien, todos tenemos una idea de lo que significa florecer, como mínimo lo relacionamos con prosperar o crecer bien. Porque hemos observado cómo un rosal floreciente siempre tiene hojas verdes brillantes y flores brillantes. Por tanto, de la propia observación sabemos que cuando algo está floreciendo es sano o próspero.
Al igual que la flor nuestro florecimiento consiste en poder expresar plenamente nuestra excelencia: «vivir bien y obrar bien», llevando una vida ética.
Lo que podemos aprender de las flores
Más allá del perfume, el color, la textura y la forma de una flor, hay algo más: una aspiración, una emanación y un propósito. Todos estos atributos juntos forman una melodía en la que se esconde la profunda armonía de la flor.
Las flores, en la más hermosa apertura, lo dan todo de sí en una constancia tranquila, haciendo siempre lo correcto sin que nadie lo pida hasta entregar la última hoja y el último pétalo.
La flor es floreciente y próspera no por su belleza material, sino por lo que emana de ella.
Asimismo, la flor nos pide que la observemos de cerca con benevolencia, exigiendo un grado de cuidado del que hemos sido exiliados en el curso ordinario de la vida. Así, la flor nos invita a una actitud de consideración que nos nutre y sostiene en la vida.
En consecuencia, una relación consciente e íntima con las flores puede darnos una experiencia de comunión con dimensiones más profundas de nuestro ser, y despertar en nosotros la sensibilidad necesaria para llevar una vida ética.
Las flores se encuentran con la naturaleza humana y aportan un toque de eternidad y alegría serena, más allá de las penas y preocupaciones de nuestro mundo.
Flores del campo, cuán aptas parecéis,
Para retratar la fragilidad del hombre,
Floreciendo tan hermosas en el rayo de la mañana,
Falleciendo al anochecer;
Enséñale esto y ¡oh! aunque breve vuestro reinado,
dulces flores, no viviréis en vano.
― Rebecca Hey, The Moral of Flowers, 1833.
Así como la imagen más hermosa de paz y esperanza la encontramos en un árbol vivo, la imagen más hermosa de alegría serena la encontramos en una flor viva.
Arte | Flores silvestres con vistas a la bahía de Dublín desde Kingstown de Andrew Nicholl, 1830. Se encuentra en el Museo de Arte Walters. Baltimore, Maryland.
En primer plano hay un magnífico grupo de amapolas, margaritas y otras flores silvestres, y más allá hay una vista panorámica de la bahía de Dublín. En el fondo, el contorno brumoso de la península de Howth se extiende por el horizonte, el muelle de Dublín divide el estuario y el puerto artificial de Dun Laoghaire, entonces conocido como Kingstown, es visible a través de las flores silvestres en la base de la pendiente en primer plano. Nicholl fue un artista autodidacta que se especializó en vistas topográficas. (Museo de Arte Walters)