¿Cómo amamos los árboles? Déjanos contar las formas… Todas las ciudades tienen en su plaza o parque principal por lo menos un árbol representativo y distintivo de la ciudad. Se trata de un ser hermoso, maravilloso, viejo y sabio, testigo silencioso de la historia, las alegrías y tristezas de su gente.
Cuando reflexionamos sobre todos los años que ha vivido este árbol maduro, y en todos los edificios y personas que ha visto levantarse y caer, ir y venir, entonces comprendemos su gran carácter y nos invade un inmenso respeto. Ese árbol vivo nos da una sensación de pertenencia y permanencia, después de todo, siempre ha estado allí y nos ha visto crecer, madurar y envejecer.
Precisamente, para Hermann Hesse los árboles son símbolos que se asocian con los recuerdos, símbolos de fugacidad y renacimiento, una suerte de espejo de las condiciones ambientales de su ubicación. Para Hesse los árboles son un bello portal a un reino de verdad elemental sobre nosotros mismos.
Hermann Hesse fue un amante de la naturaleza en general, pero su gran amor fueron los árboles. Así lo plasma en varios de sus poemas como Árboles (Baüme) que encontramos en su libro -diario de viaje- El caminante (Wanderung).
Árboles
Los árboles han sido siempre para mí los predicadores más eficaces. Los respeto cuando viven entre pueblos y familias, en bosques y florestas. Y todavía los respeto más cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de alguna debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche. En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos.
Nada hay más ejemplar y más santo que un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado un árbol y éste muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y monumento puede leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están descritos con fidelidad todo el sufrimiento, toda la lucha, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años flacos y los años frondosos, los ataques superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier campesino joven sabe que la madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en lo alto de las montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e indestructibles.
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea es sagrada. Y vivo de esta confianza.
Cuando estamos tristes y apenas podemos soportar la vida, un árbol puede hablarnos así: ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡Contémplame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y en seguida enmudecerán. Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada paso y cada día te acerca más a la madre. La patria no está aquí ni allí. La patria está en tu interior, o en ninguna parte.
El ansia de vagabundear me acelera el corazón cuando oigo al atardecer el susurro de los árboles. Si se escucha durante largo rato y con la quietud suficiente, se aprende también la esencia y el sentido de esta necesidad del caminante. No es, como parece, una huida del sufrimiento. Es nostalgia de la patria, del recuerdo de la madre, de nuevas parábolas de la vida. Conduce al hogar. Todos los caminos conducen al hogar, cada paso es un nacimiento, cada paso es una muerte, cada tumba es una madre.
Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es el hogar. Esto es la felicidad.
― Hermann Hesse, El caminante
La sabiduría del silencio
En la contemplación del silencio vemos el árbol y nos vemos a sí mismos, somos la conciencia que ve y somos lo visto. Los árboles son seres profundos que hablan a sus iguales: personas de pensamiento profundo y sentimiento profundo.
No, como toda visión, fue un hacerse visible de lo grande y lo eterno, de la coincidencia de los opuestos, de su fusión en el fuego de la realidad, no significó nada, no advirtió nada, sino que significó todo, significó el misterio del ser y era hermoso, era felicidad, tenía sentido, era un regalo y un hallazgo para el espectador, como un oído lleno de Bach y un ojo lleno de Cézanne.
― Hesse, Carta de abril (1952)
Arte | Acuarela de Hermann Hesse. Exposición de Apolda 2017, en Kunsthaus Apolda Avantgarde, Apolda/Turingia, Alemania.